El rey de Casi-Todo tenía casi todo. Tenía tierras, ejércitos y tenía
mucho oro. Pero el rey no estaba satisfecho con el Casi-Todo. Quería Todo.
Era lógico. Quería todas las tierras. Quería todos los ejércitos del
mundo. Y quería todo el oro que hubiese. Entonces, mandó a sus soldados a por
todo.
Así fueron conquistadas más tierras. Otros ejércitos fueron dominados,
y en sus cofres ya no cabía tanto oro. Pero el rey todavía no tenía Todo. Seguía
siendo el rey de Casi-Todo. Por eso, quiso más y más.
Quiso las flores, los frutos y los pájaros. Quiso las estrellas y el
Sol. Flores, frutos y pájaros le fueron traídos. Se apresaron las estrellas y
el Sol también perdió su libertad en sus dominios.
Pero el rey todavía no tenía Todo. Porque teniendo las flores, no podía
quitarles la belleza y el perfume. Teniendo los frutos, no podía quitarles el
sabor. Teniendo los pájaros, no pudo quitarles el canto.
Teniendo las estrellas y el Sol, no podía quitarles la luz. El rey era
aún el rey de Casi-Todo. Y se puso triste.
Muy triste. Sus reinos eran ahora muy feos. No había flores ni frutos.
La noche no tenía estrellas y el día no tenía Sol.
Entonces el rey de Casi-Todo no quiso nada más.
Devolvió las flores a los campos y ordenó que se entregasen las tierras
conquistadas. Soltó a los pájaros y mandó que distribuyesen las estrellas por
el cielo y que liberaran al Sol.
Y el rey fue feliz.
Su Reino volvía a ser hermoso. Razonablemente hermoso.
En su inmensa alegría, sintió paz y vio que no era más el rey de
Casi-Todo. Ahora lo tenía Todo.
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