Érase una vez un maestro que hablaba a un grupo de gente y su mensaje
resultaba tan maravilloso que todas las personas que estaban allí reunidas se
sintieron conmovidas por sus palabras de amor. En medio de esa multitud se
encontraba un hombre que había escuchado todas las palabras que el maestro
había pronunciado. Era un hombre muy humilde y de gran corazón, que se sintió
tan conmovido por las palabras del maestro que sintió la necesidad de invitarlo
a su hogar.
Así pues cuando el maestro acabó de hablar, el hombre se abrió paso
entre la multitud, se acarreó a él y, mirándole a los ojos, le dijo:
—Sé que está muy ocupado y que todos requieren su atención. También sé
que casi no dispone de tiempo ni para escuchar mis palabras, pero mi corazón se
siente tan libre y es tanto el amor que siento por usted que me mueve la
necesidad de invitarle a mi hogar. Quiero prepararle la mejor de las comidas.
No espero que acepte, pero quería que lo supiera.
El maestro le miró a los ojos, y con la más bella de las sonrisas, le
contestó:
—Prepáralo todo. Iré.
Entonces el maestro se alejó.
Al oír estas palabras el corazón del hombre se sintió lleno de
júbilo. A duras penas podía esperar a
que llegase el momento de servir al maestro y expresarle el amor que sentía por
él. Sería el día más importante de su
vida: el maestro estaría con él. Compró
la mejor comida y el mejor vino y buscó las ropas más preciosas para
ofrecérselas como regalo. Después corrió
hacia su casa a fin de llevar a cabo todos los preparativos para recibir al
maestro. Lo limpió todo, preparó una
comida deliciosa y decoró bellamente la mesa. Su corazón estaba rebosante de
alegría porque el maestro pronto estaría allí.
El hombre esperaba ansioso cuando alguien llamó a la puerta. La abrió
con afán pero, en lugar del maestro, se encontró con una anciana. Ésta le miró
a los ojos y le dijo: —Estoy hambrienta. ¿Podrás darme un trozo de pan?
Él se sintió un poco decepcionado al ver que no se trataba del maestro.
Miró a la mujer y le dijo:
—Por favor entre a mi casa.
La sentó en el lugar que había preparado para el maestro y le ofreció
la comida que había preparado para él. Pero estaba ansioso y esperaba que la
mujer se diese prisa en acabar de comer. La anciana se sintió conmovida por la
generosidad de este hombre. Le dio las gracias y se marchó.
Apenas hubo acabado de preparar de nuevo la mesa para el maestro cuando
alguien volvió a llamar a su puerta. Esta vez se trataba de un desconocido que
había viajado a través del desierto. El forastero le miró y le dijo:
—Estoy sediento. ¿Podrías darme
algo de beber?
De nuevo se sintió un poco decepcionado porque no se trataba del
maestro, pero aun así, invitó al desconocido a entrar a su casa, hizo que se
sentase en el lugar que había preparado para el maestro y le sirvió el vino que
quería ofrecerle a él. Cuando se marchó
volvió a preparar de nuevo todas las cosas.
Por tercera vez, alguien llamó a la puerta y cuando la abrió, se
encontró con un niño. Éste elevó su mirada hacia él y le dijo:
—Estoy congelado. ¿Podría darme una manta para cubrir mi cuerpo?
Estaba un poco decepcionado porque no se trataba del maestro, pero miró
al niño a los ojos y sintió amor en su corazón.
Rápidamente cogió las ropas que había comprado para el maestro y le
cubrió con ellas. El niño le dio las
gracias y se marchó.
Volvió a prepararlo todo de nuevo para el maestro y después se dispuso
a esperarle hasta que se hizo muy tarde.
Cuando comprendió que no acudiría se sintió decepcionado, pero lo
perdonó de inmediato. Se dijo a sí
mismo: “Sabía que no podía esperar que el maestro viniese a esta humilde
casa. Me dijo que lo haría, pero algún
asunto de mayor importancia lo habrá llevado a cualquier otra parte. No ha venido, pero al menos aceptó la
invitación y eso es suficiente para que mi corazón se sienta feliz.”
Entonces guardó la comida y el vino y se acostó. Aquella noche soñó que el maestro le hacía
una visita. Al verlo se sintió feliz sin
saber que se trataba de un sueño. “¡Ha venido maestro! Ha mantenido su palabra.”
El maestro le contestó:
—Sí, estoy aquí, pero estuve aquí antes. Estaba hambriento y me diste
de comer. Estaba sediento y me ofreciste
vino. Tenía frío y me cubriste con
ropas. Todo lo que haces por los demás,
lo haces por mí.
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